Elegimos Kamchatka. Como pasa con Tombuctú, Uagadugú o Tiflis, nos gusta cómo suena. A través de unos amigos, encontramos contactos y planeamos esquiar sin tener que desplazarnos en helicóptero. La enorme península de Kamchatka, en la Rusia oriental, es conocida por su esquí con helicóptero. Pero queremos dormir en una tienda siempre que sea posible y desplazarnos a pie.
«¡Oye! ¿Lo llevas todo?». «Sí, los visados han llegado esta mañana y he comprado una tonelada de chocolate». A pesar de su aparente despreocupación, Arnaud es un tipo serio y muy profesional en todo lo que hace. Es el compañero de viaje ideal. No es la primera vez que viajo con él y estoy deseando empezar esta aventura junto a él y Vincent. En el aeropuerto, somos tres camaradas de camino a Moscú. Después de una escala y una visita rápida a la Plaza Roja, nos metemos en materia: ¡a por Petropavlovsk!
Arnaud nos ha reservado una habitación en un hostal gestionado por la Kamchatka Freeride Community. El hostal será la base y el punto de inicio de cada una de nuestras aventuras en Kamchatka. Con un par de llamadas, encontramos alguien que nos lleve. El personal del hostal se ofrece a llevarnos (en motonieve) hasta una cordillera con cumbres nevadas justo en el centro de la península.
Después de organizar las provisiones, que incluyen un montón de salmón ahumado, nos ponemos en marcha. Conocer gente es siempre una de las mejores partes de nuestros viajes. En este, conocemos a Vincent un poco mejor. Es la incorporación perfecta para el equipo.
Nos deslizamos por las planicies hacia las montañas que se recortan en el horizonte, envueltos en el olor de un motor de dos tiempos... La tecnología moderna no parece tan mala cuando te está remolcando una motonieve. Especialmente, si tienes que llevar a cuestas la comida y el material para una semana.
Al llegar al pie de las preciosas montañas, estudiamos de inmediato los corredores que tenemos por delante. Después de establecer el campo base, preparamos las velas de parapente. No hay ni gota de viento. Subimos hasta lo alto del paso y empezamos a explorar el mundo a vista de pájaro. Volamos sobre bosques de abedul y seguimos el serpenteante curso de los ríos. No podemos evitar gritar de alegría. En el aire, pienso en Greg, un buen amigo que falleció hace poco. También había estado aquí. Compartimos la pasión por el vuelo y le dedico ese momento ingrávido en la tierra de los osos.
Al día siguiente el tiempo no acompaña demasiado, pero es lo suficientemente estable como para atacar un corredor que vemos desde el campamento. ¡Menudo primer intento! Más tarde, al volver, decidimos construir un buen muro de nieve alrededor de las tiendas. Parece que el viento va a aumentar los próximos días...
Y nuestra intuición no nos falla. Las condiciones nos obligan a encerrarnos en las tiendas hasta que pase la tormenta. En esos momentos, a menudo me pregunto por qué elijo siempre este tipo de viajes. Hace frío y el viento sopla a 100 km por hora. Ahora mismo podría estar en un hotel o en casa...
Me pongo las botas y salgo con dificultad de la tienda. Y entonces recuerdo enseguida por qué estoy ahí. A mi alrededor, el viento baila entre los picos y silba entre los árboles, y la nieve me golpea el rostro. Tengo las manos entumecidas por el frío. Me siento vivo. Formo parte de este universo, igual que los copos de nieve que flotan en el viento. Sé por qué estoy aquí. Pero se agradecerían unos días con mejor tiempo, de todos modos.
La tormenta se apaga y nos ponemos en marcha temprano, hacia los picos que hemos visto desde el aire. Tardamos unas horas en alcanzarlos. Nos quedamos de pie, mirando los valles helados.
It’s our last day at the massif and there are still a few couloirs to go for. As usual, Vincent is up first, waking us with his now famous “Prrrrrrrriviet” (Russian for “hello”). He makes the daily porridge. With warm food in our bellies, we’re off in search of slopes. The snow is good and we find some great lines. Gliding on power is the best feeling on earth. It’s like you’re no longer subject to the forces of nature, but a part of them. It is a privilege to be able to create these weaving lines, leaving nothing but an ephemeral trace behind us.
Es nuestro último día en el macizo y nos quedan unos cuantos corredores que explorar. Como de costumbre, Vincent se levanta el primero, nos despierta con un «Prrrrrrrriviet» («hola» en ruso) que ya es legendario, y prepara la avena para desayunar. Con el estómago lleno, nos dirigimos hacia las laderas. La nieve es buena y encontramos algunas líneas estupendas. Deslizarse sobre el polvo es la mejor sensación del mundo: dejas de estar en manos de la fuerza de la naturaleza y te conviertes en parte de ella. Crear líneas serpenteantes, dejando solo un rastro efímero detrás, es todo un privilegio.
Cargamos las tres mochilas en la motonieve y volvemos a Petropavlovsk para organizar la siguiente parte del viaje. Alexei, uno de los fundadores de Kamchatka Freeride Community, nos hace una recomendación muy interesante: «Amigos, mañana nos vamos a la bahía de Russkaya. En el barco hay sitio. ¿Qué os parece? Salimos a las 5 de la mañana...». Una oferta así no se puede rechazar.
Con el tiempo justo de reponer provisiones, nos ponemos en marcha por el océano Pacífico. Las siete horas a bordo son algo que nunca olvidaremos. A pesar del frío, nos pasamos el viaje en cubierta, maravillados con los paisajes volcánicos y alpinos, las aves y los elefantes marinos. La inmensidad del mar nos deja boquiabiertos.
Russkaya es un lugar suspendido en el tiempo, donde la naturaleza se mezcla con los restos de la actividad humana. Un antiguo petrolero sirve de pontón de amarre. Tiempo atrás transportaba agua con plata que se vendía en Petropavlovsk por sus propiedades curativas. Al final de la bahía hay un antiguo pueblo de pescadores y restos de depósitos y helicópteros. Al caminar por las ruinas, nos sentimos como niños de nuevo, descubriendo tesoros por doquier. Encontramos sillas, muebles e incluso libros que nos acompañarán en el campamento base durante el resto de la semana. Y alrededor de nuestras tres tiendas hay grandes sitios para esquiar.
Nos levantamos, desayunamos y nos ponemos en marcha en fila india. Nuestro objetivo es ganar altura y encontrar buenos descensos. Con días así de sencillos, la vida puede resultar una maravilla. Con los esquís puestos, bajamos de nuevo hacia el océano Pacífico con el sol subiendo por primera vez en lo que va de día: un espectáculo digno de ver. El azul del océano es un telón de fondo impresionante.
Los siguientes días hay mucho viento y son complicados. Conseguimos esquiar por unas cuantas laderas alrededor de nuestras tiendas, pero el viento no nos lo pone fácil. El tiempo se convierte en algo relativo y el ritmo de los días depende del número de termos de té que podemos hervir y beber. Afuera está nevando y nuestras tiendas están cubiertas de un suave manto blanco. Mañana seguro que será un buen día de esquí.
Parece que el viento se apaga y nos ponemos en marcha hacia una ladera que da al océano. A medio camino, la suave brisa de la mañana se transforma en tormenta. Respirando hondo, alargo las zancadas y aprieto el paso para no perder el equilibrio. En lo más alto, el viento nos azota el rostro.
Con Arnaud y Vincent, nos quitamos las pieles a toda prisa y ponemos rumbo hacia el punto de llegada en la playa. Decido seguir por la cresta durante unos minutos más sobre los esquís. Un golpe de viento se lleva por delante una importante cantidad de nieve. A mil metros por debajo, pinta un impresionante fresco blanco sobre el océano azul. Tras verlo desaparecer en la bahía, seleccionamos una ruta distinta para bajar esquiando.
Tenemos que esperar hasta el último día para conseguir las condiciones perfectas: un cielo azul y, sobre todo, ni rastro del viento. Al final de un día increíble, regresamos a Petropavlovsk en un helicóptero MI-8. Observamos maravillados cómo se pone el sol detrás de los volcanes, las montañas y el Pacífico. Estamos muy agradecidos a Kamchatka Freeride Community por llevarnos con ellos. Si el corazón humano es un sol, cuanto más brilla, más notamos su calor el resto. Hemos intentado repartir calor al máximo y parece que también nos lo devuelven.
Kamchatka, gracias por todo lo que nos has dado.
Por Lois Robatel
AVENTURAS EN KAMCHATKA
ARNAUD COTTET
«¿Y la primavera que viene adónde vamos, chicos?» Arnaud es el vínculo entre Vincent y yo. Estamos en el glaciar Diablerets un día de enero con nieve. Entre descenso y descenso, probamos ideas: «Rusia podría estar bien, apenas la conocemos ».
Elegimos Kamchatka. Como pasa con Tombuctú, Uagadugú o Tiflis, nos gusta cómo suena. A través de unos amigos, encontramos contactos y planeamos esquiar sin tener que desplazarnos en helicóptero. La enorme península de Kamchatka, en la Rusia oriental, es conocida por su esquí con helicóptero. Pero queremos dormir en una tienda siempre que sea posible y desplazarnos a pie.
«¡Oye! ¿Lo llevas todo?». «Sí, los visados han llegado esta mañana y he comprado una tonelada de chocolate». A pesar de su aparente despreocupación, Arnaud es un tipo serio y muy profesional en todo lo que hace. Es el compañero de viaje ideal. No es la primera vez que viajo con él y estoy deseando empezar esta aventura junto a él y Vincent. En el aeropuerto, somos tres camaradas de camino a Moscú. Después de una escala y una visita rápida a la Plaza Roja, nos metemos en materia: ¡a por Petropavlovsk!
Arnaud nos ha reservado una habitación en un hostal gestionado por la Kamchatka Freeride Community. El hostal será la base y el punto de inicio de cada una de nuestras aventuras en Kamchatka. Con un par de llamadas, encontramos alguien que nos lleve. El personal del hostal se ofrece a llevarnos (en motonieve) hasta una cordillera con cumbres nevadas justo en el centro de la península.
Después de organizar las provisiones, que incluyen un montón de salmón ahumado, nos ponemos en marcha. Conocer gente es siempre una de las mejores partes de nuestros viajes. En este, conocemos a Vincent un poco mejor. Es la incorporación perfecta para el equipo.
Nos deslizamos por las planicies hacia las montañas que se recortan en el horizonte, envueltos en el olor de un motor de dos tiempos... La tecnología moderna no parece tan mala cuando te está remolcando una motonieve. Especialmente, si tienes que llevar a cuestas la comida y el material para una semana.
Al llegar al pie de las preciosas montañas, estudiamos de inmediato los corredores que tenemos por delante. Después de establecer el campo base, preparamos las velas de parapente. No hay ni gota de viento. Subimos hasta lo alto del paso y empezamos a explorar el mundo a vista de pájaro. Volamos sobre bosques de abedul y seguimos el serpenteante curso de los ríos. No podemos evitar gritar de alegría. En el aire, pienso en Greg, un buen amigo que falleció hace poco. También había estado aquí. Compartimos la pasión por el vuelo y le dedico ese momento ingrávido en la tierra de los osos.
Al día siguiente el tiempo no acompaña demasiado, pero es lo suficientemente estable como para atacar un corredor que vemos desde el campamento. ¡Menudo primer intento! Más tarde, al volver, decidimos construir un buen muro de nieve alrededor de las tiendas. Parece que el viento va a aumentar los próximos días...
Y nuestra intuición no nos falla. Las condiciones nos obligan a encerrarnos en las tiendas hasta que pase la tormenta. En esos momentos, a menudo me pregunto por qué elijo siempre este tipo de viajes. Hace frío y el viento sopla a 100 km por hora. Ahora mismo podría estar en un hotel o en casa...
Me pongo las botas y salgo con dificultad de la tienda. Y entonces recuerdo enseguida por qué estoy ahí. A mi alrededor, el viento baila entre los picos y silba entre los árboles, y la nieve me golpea el rostro. Tengo las manos entumecidas por el frío. Me siento vivo. Formo parte de este universo, igual que los copos de nieve que flotan en el viento. Sé por qué estoy aquí. Pero se agradecerían unos días con mejor tiempo, de todos modos.
La tormenta se apaga y nos ponemos en marcha temprano, hacia los picos que hemos visto desde el aire. Tardamos unas horas en alcanzarlos. Nos quedamos de pie, mirando los valles helados.
It’s our last day at the massif and there are still a few couloirs to go for. As usual, Vincent is up first, waking us with his now famous “Prrrrrrrriviet” (Russian for “hello”). He makes the daily porridge. With warm food in our bellies, we’re off in search of slopes. The snow is good and we find some great lines. Gliding on power is the best feeling on earth. It’s like you’re no longer subject to the forces of nature, but a part of them. It is a privilege to be able to create these weaving lines, leaving nothing but an ephemeral trace behind us.
Es nuestro último día en el macizo y nos quedan unos cuantos corredores que explorar. Como de costumbre, Vincent se levanta el primero, nos despierta con un «Prrrrrrrriviet» («hola» en ruso) que ya es legendario, y prepara la avena para desayunar. Con el estómago lleno, nos dirigimos hacia las laderas. La nieve es buena y encontramos algunas líneas estupendas. Deslizarse sobre el polvo es la mejor sensación del mundo: dejas de estar en manos de la fuerza de la naturaleza y te conviertes en parte de ella. Crear líneas serpenteantes, dejando solo un rastro efímero detrás, es todo un privilegio.
Cargamos las tres mochilas en la motonieve y volvemos a Petropavlovsk para organizar la siguiente parte del viaje. Alexei, uno de los fundadores de Kamchatka Freeride Community, nos hace una recomendación muy interesante: «Amigos, mañana nos vamos a la bahía de Russkaya. En el barco hay sitio. ¿Qué os parece? Salimos a las 5 de la mañana...». Una oferta así no se puede rechazar.
Con el tiempo justo de reponer provisiones, nos ponemos en marcha por el océano Pacífico. Las siete horas a bordo son algo que nunca olvidaremos. A pesar del frío, nos pasamos el viaje en cubierta, maravillados con los paisajes volcánicos y alpinos, las aves y los elefantes marinos. La inmensidad del mar nos deja boquiabiertos.
Russkaya es un lugar suspendido en el tiempo, donde la naturaleza se mezcla con los restos de la actividad humana. Un antiguo petrolero sirve de pontón de amarre. Tiempo atrás transportaba agua con plata que se vendía en Petropavlovsk por sus propiedades curativas. Al final de la bahía hay un antiguo pueblo de pescadores y restos de depósitos y helicópteros. Al caminar por las ruinas, nos sentimos como niños de nuevo, descubriendo tesoros por doquier. Encontramos sillas, muebles e incluso libros que nos acompañarán en el campamento base durante el resto de la semana. Y alrededor de nuestras tres tiendas hay grandes sitios para esquiar.
Nos levantamos, desayunamos y nos ponemos en marcha en fila india. Nuestro objetivo es ganar altura y encontrar buenos descensos. Con días así de sencillos, la vida puede resultar una maravilla. Con los esquís puestos, bajamos de nuevo hacia el océano Pacífico con el sol subiendo por primera vez en lo que va de día: un espectáculo digno de ver. El azul del océano es un telón de fondo impresionante.
Los siguientes días hay mucho viento y son complicados. Conseguimos esquiar por unas cuantas laderas alrededor de nuestras tiendas, pero el viento no nos lo pone fácil. El tiempo se convierte en algo relativo y el ritmo de los días depende del número de termos de té que podemos hervir y beber. Afuera está nevando y nuestras tiendas están cubiertas de un suave manto blanco. Mañana seguro que será un buen día de esquí.
Parece que el viento se apaga y nos ponemos en marcha hacia una ladera que da al océano. A medio camino, la suave brisa de la mañana se transforma en tormenta. Respirando hondo, alargo las zancadas y aprieto el paso para no perder el equilibrio. En lo más alto, el viento nos azota el rostro.
Con Arnaud y Vincent, nos quitamos las pieles a toda prisa y ponemos rumbo hacia el punto de llegada en la playa. Decido seguir por la cresta durante unos minutos más sobre los esquís. Un golpe de viento se lleva por delante una importante cantidad de nieve. A mil metros por debajo, pinta un impresionante fresco blanco sobre el océano azul. Tras verlo desaparecer en la bahía, seleccionamos una ruta distinta para bajar esquiando.
Tenemos que esperar hasta el último día para conseguir las condiciones perfectas: un cielo azul y, sobre todo, ni rastro del viento. Al final de un día increíble, regresamos a Petropavlovsk en un helicóptero MI-8. Observamos maravillados cómo se pone el sol detrás de los volcanes, las montañas y el Pacífico. Estamos muy agradecidos a Kamchatka Freeride Community por llevarnos con ellos. Si el corazón humano es un sol, cuanto más brilla, más notamos su calor el resto. Hemos intentado repartir calor al máximo y parece que también nos lo devuelven.
Kamchatka, gracias por todo lo que nos has dado.
Por Lois Robatel